Hace algunas semanas, en una entrevista para la televisión local, me preguntaron la razón por la que a veces me sucedían cosas fuera de lo normal. Me pareció un cuestionamiento un tanto retórico, pues no siento que eso suceda, pero, siguiendo el hilo de la idea, se me ocurrió contestar que no me suceden, sino que soy raro, que me precede una suerte de extrañeza de la que no soy consciente. Algo que tiene que ver con la Mutación y la Estada. Al decir esto hice un movimiento con el cuerpo que pareció incomodar a la entrevistadora, pues seguramente no imaginó semejante respuesta. Me pareció curioso que algo tan obvio, la no simetría de mi cuerpo, una no simetría tomando como eje de normalidad a la mayoría, que es un rasgo tan obvio de mi imagen, una vez que fue expresada por mí mismo por medio de palabras, además, produjera un efecto distinto al que ocasionaba mi simple presencia. Semanas después me pidió una entrevista, una conversación abierta sin un tema específico en particular que debíamos tratar, un periodista del diario El País de España. Empezamos una conversación, más que una entrevista, y, recordando lo ocurrido en el programa de televisión, en cierto momento le expresé que debía tomar en cuenta, no recuerdo sobre qué asunto en particular hablábamos en ese momento, que yo provengo de un experimento organizado por los científicos del nazismo. El entrevistador pareció quedar impactado por la revelación y ese fue el título de la nota que apareció en el diario el 1 de enero de 2022: “Provengo de un experimento nazi”. Recuerdo ese día. Había ido a pasar Año Nuevo a las montañas, y de pronto comencé a recibir una serie de mensajes de personas sorprendidas por lo aparecido en la nota. Me llamó la atención qué era lo realmente sorprendente o novedoso de la nota. Me preocupé que alguien pudiera tomar esa revelación como una queja o un clamor lastimero. Lo dicho era cierto. Sencillamente señalaba lo evidente otorgando algunas razones intrascendentes, porque no se había dado la ocasión. Sí me preocupó por mí mismo, no por lo que pudieran pensar los demás, que en esa entrevista se pudiera entrever un clamor o un reclamo. Nada más lejano a mi intención. Al contrario: lo que trataba en todo caso de resaltar era mi adscripción a una estirpe, la pertenencia de mi cuerpo a cierto linaje, que en este caso anclaba en los laboratorios de experimentación del régimen nazi. Cuando días después regresé de las montañas, me dijeron que revisara los comentarios anónimos de los lectores del diario. Quedé sorprendido. En pocas horas se había desatado una campaña de odio en contra del personaje que aparecía en la noticia –ese no podía ser yo–, que, lejos de afectarme de manera personal, me llevó a reflexionar sobre los mecanismos con los que contamos como masa, como manada, para ir destruyéndonos unos a otros sin la menor culpa. Obviamente leí unos cuantos, eran muchos. El artículo había sido leído por muchas personas. Había sido compartido decenas de veces. Llamó mucho mi atención que los comentarios más agresivos provenían de gente que ni siquiera lo había leído más allá del título. En ese momento pensé entonces en sentido inverso al que había querido evitar en un principio, cuando deseé que la conversación no fuera tomada como un reclamo, como una queja ante una tragedia. Lo miré en el sentido contrario y sí, en efecto, allí estaban presentes todos los elementos para que ese artículo del diario pudiera ser leído como el testimonio de una tragedia, como el grito actual de una tragedia que seguimos arrastrando buena parte de la humanidad. Como un testimonio de que aquel horrendo estado de cosas –la gran tragedia que significó el reinado del fascismo y el horror propio de las guerras mundiales no había cesado y seguía vigente entre nosotros–. Y ese grito, esa queja, la denuncia de una tragedia era el motivo, el pretexto, para la cancelación de aquel escritor, del que nunca antes habían oído hablar. La excusa para odiarlo, para burlarse de su persona, de la honestidad de su testimonio, para poner en duda la calidad de su obra, su presencia en este mundo. Nunca antes como hasta el momento de hacer evidente lo que para muchos era obvio, se puso tan en tela de juicio su obviedad. Con el tiempo me fueron llegando otro tipo de testimonios. Aparte de los emitidos por los odiantes anónimos, aquellos que de casualidad se habían topado con la noticia en el diario, los comentarios, casi siempre por intermedio de terceras personas, nadie parecía dispuesto a preguntarme, a aclarar sus dudas de manera directa. Mis redes sociales se mantuvieron inmaculadas, no las del diario y tampoco, por lo visto, las de personas que de alguna manera mantienen alguna relación con mi persona. A ellas, y no a mí, les decían que me creían, que no me creían, que yo era un exagerado, un caliente, alguien en busca de notoriedad a cualquier costo. Un debate que se llevaba a cabo a mis espaldas. Una controversia en la que yo no parecía tener derecho a participar. La cancelación por medio del rumor, de la intriga. Tanto los comentarios negativos o positivos en relación con mi testimonio tenían como fin último la cancelación. Los odiantes buscaban esa cancelación al considerar a ese autor que se atrevía a decir cosas semejantes como un badulaque. Y quienes supuestamente defendían la credibilidad del testimonio me cancelaban al colocarme en el lugar único de víctima. En este juego salvaje no parecía haber lugar para el juego retórico, para la impostura, para la recreación de realidades a partir de lo verosímil, que son las maneras, las herramientas, que he utilizado durante los últimos cincuenta años de mi vida. Luego de dichas estas palabras parecía darse por acabada la capacidad del goce en el texto. Era como si el testimonio, que de alguna manera se infería en el artículo, asumiera de pronto el tono gris, propio de un documento oficial. La retórica muerta y repetitiva de una denuncia policial. Del documento oficializado por alguna autoridad. De pronto, era reducido a la calidad del pobre diablo que fue utilizado por el sistema para cumplir con sus fines eugenésicos. La incomodidad mostrada por la entrevistadora del programa televisivo al aclarar que no se me presentaban situaciones extrañas en lo cotidiano, sino que yo nací raro, se transformaba, por medio del anonimato, en un odio desatado. Vi en ese momento que la práctica de la cancelación no necesita necesariamente un “mal acto social” para ser puesta en práctica, sino que está peligrosamente emparentada con esa otra práctica, tan usual por evidente en estos días, de revictimizar a la víctima. ¿Qué mecanismos moví con mi testimonio? ¿De qué manera hablar de un pasado, que en la práctica advertimos que se trata de un presente continuo –las prácticas de eugenesia las podemos apreciar actualmente en cualquier lugar de la tierra–, sin que nos conduzca a ser cancelados? ¿Cómo podemos señalar el horror en el que estamos inmersos sin que seamos desechados al instante?
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Mario Bellatin (México). Tiene más de cuarenta libros publicados, traducidos a veintiún idiomas. Ganador de los premios Xavier Villaurrutia, Mazatlan, Stonewall Barbara Gittings Literature Award, Antonin Artaud, José María Arguedas y el Premio Internacional José Donoso. Fue curador de Documenta 13, Kassel y, entre sus proyecto más importantes, aparte de la escritura, están la Escuela Dinámica de Escritores; Los Cien Mil Libros de Bellatin; el largometraje Bola Negra, el musical de Ciudad Juárez y el Congreso de Dobles de Escritores.